Antonio Herrera Ortiz,En busca del Hermano Cirilo.Parte ( 6 )
Recuerdos de la primera primavera de mi niñez, cuando llegué a Sanlúcar hacia 1961.Se ha cumplido ahora media centuria. Cuando comenzaba la primavera del lejano 1961-62 y yo tenía cuatro o cinco años, viajé con mi familia desde la brumosa comarca de Los Alcores sevillanos, desde El Arahal a Sanlúcar, donde nos establecimos en una minúscula casa que poseía mi abuela materna, consistente en una ridícula habitación de unos 20 metros cuadrados escasos, para mal alojar a cinco personas que éramos. Por esta razón me llevaron de inmediato a un campo cercano de la Vega del Guadiamar, a la orilla del Arroyo El Molinillo, a cierta escalada casa de guardas, donde vivía un tío de mi madre que se dedicaba a la trasterminancia del Cortijo Guadiamar.De los primeros días de aquella incipiente primavera de mi profunda niñez, recuerdo muchas cosas que me ocurrieron, y un sinfín de olores que traspasaron sin barrera mi alma y que han quedado impresos en mi corazón para siempre, como sinónimo precisamente de primavera, intensificando mis vivencias infantiles.
Antigua Calle/ Jose Luis Escolar nº 10
Aqui vivio Antonio Herrera Ortiz.
Luego, ya maduro, he comprendido lo que otros me reseñaron con vehemencia, pues es seguro que la vida concede a cada cual unos escasos momentos de felicidad, y el recuerdo de esos momentos nos acompaña eternamente, hasta transformarse en un lejano país ubicado en la propia memoria, al que tratamos de regresar, a veces sin conseguirlo, durante el resto de nuestras vidas, con el único objeto de reencontrar la siempre vaporosa felicidad, que se nos escapa rauda por los entresijos de tantas realidades cotidianas que nos aplasta.En cuanto llegamos al pueblo aljarafeño, de robustas calles empedradas y fachadas verdinosas por la acción de la lluvia invernal pasada, lo primero que aspiré fue su aire ahíto de humos de innumerables hornos de alfar, donde se cocían tejas y ladrillos bermejos.
El olor alcanforado de madera de eucalipto, invadía completamente las calles y plazoletas y a mi me parecía un sahumerio de bienvenida, del mismo modo que me recibía la procesión de la arrias de incontables asnos cansinos, que transportaban a los tejares la marga que cualquier argayo había dejado a la intemperie.
Y en los alrededores del arroyo, el olor a mastranto se me colaba por todos los poros de mi infantil piel, sedienta de sensaciones. Estos dos olores intensos, son los olores que identificó con la primera primavera vivida y jamás olvidada.
De inmediato, al bajar de la vetusta furgoneta del cosario que me llevó veloz a la casa de campo, en la lejanía divisé lo que me parecía un pueblo minúsculo, unas casitas de seres pequeños, tal vez enanos o elfos alados que ideaba, pues yo creía a pié juntillas que existían las hadas, ya que había visto volar frenéticamente en aquel día primaveral tantas alúas y libélulas anaranjadas de alas cristalinas, que pululaban por la zahorra de la arroyada. Pero mi decepción fue grande, ya que me dijeron que eran colmenas, repletas de abejas picantes. Y como la mejor manera de ayudar a un niño es limpiar sus lágrimas, aliviar sus decepciones, me prometió mi tío llevarme pronto, a pasear por el fondo del mar. Algo imposible, pero que resultó ser cierto.
Mientras llegaba aquella ansiada jornada de primavera y poder pasear por el misterioso fondo marino, me dediqué a descubrir cuántas sensaciones me proporcionaba el entorno agreste de monte bajo, que antaño cubría los campos, no alejado de nuestra poblaciones. Hoy, poco queda de tantas retamas, algarrobos, lentiscos, madroños o carrascas, entre las construcciones y caminos asfaltados tan necesarios en nuestra sociedad en pos de un bienestar engañoso, y por el que se nos ha olvidado mirar al cielo y oler el campo en primavera. CONTINUARÁ.
Antonio Herrera Ortiz,En busca del Hermano Cirilo.
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